En los primeros días de la iglesia cristiana, los apóstoles fueron empoderados por el Espíritu Santo para realizar señales y maravillas milagrosas. Estos actos no eran solo demostraciones de poder, sino que cumplían un propósito mayor al afirmar la verdad de las enseñanzas de los apóstoles sobre Jesucristo. La comunidad de creyentes se sintió profundamente conmovida e inspirada por estos eventos, que reforzaron su fe y compromiso con la nueva forma de vida que estaban abrazando.
El asombro que llenó a todos fue una experiencia colectiva, creando un sentido de unidad y propósito compartido entre los creyentes. Esta atmósfera de reverencia y asombro fue crucial para el crecimiento de la iglesia primitiva, ya que atrajo a más personas a la fe y demostró la realidad de la presencia y el poder de Dios en medio de ellos. Los milagros eran señales que apuntaban más allá de sí mismos hacia la autoridad divina del mensaje que se predicaba, animando tanto a creyentes como a observadores a considerar el poder transformador del evangelio. Tales experiencias fueron fundamentales para establecer la identidad y misión de la iglesia, ya que resaltaron el papel activo del Espíritu Santo en guiar y empoderar a la comunidad.