La ley, tal como fue dada por Dios, es inherentemente santa, justa y buena. Es un reflejo de la naturaleza perfecta de Dios y sus intenciones para la humanidad. La ley actúa como una brújula moral, guiando a los creyentes hacia una vida que agrada a Dios. Establece un estándar de santidad que revela el carácter divino y el marco ético dentro del cual los humanos están llamados a vivir. Si bien la ley misma es perfecta, también resalta la imperfección humana y la necesidad de gracia divina. Este reconocimiento de las limitaciones humanas no está destinado a desanimar, sino a señalar la necesidad de un salvador y la gracia disponible a través de la fe. La bondad de la ley radica en su capacidad para instruir y llevar a los creyentes hacia una comprensión más profunda de la justicia. Al reconocer el papel de la ley, los cristianos pueden apreciar su valor en el crecimiento espiritual y el desarrollo moral, al mismo tiempo que entienden la importancia de la gracia para superar las debilidades humanas.
La ley no es un fin en sí misma, sino un medio para comprender la profundidad del amor de Dios y el camino hacia una vida justa. Anima a los creyentes a esforzarse por la santidad, sabiendo que, aunque la perfección es inalcanzable por sí solos, la gracia de Dios proporciona la fuerza y el perdón necesarios para perseguir una vida alineada con su voluntad.